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Disyuntiva

Por Mario Luis ALTUZAR SUAREZ

A estas horas, de no haber incidentes mayores, podría proclamarse: ¡El Rey ha muerto! ¡Viva el Rey! La frase sexenal del ritual de la política mexicana en que se renuevan los cuadros gubernamentales. Empero, en donde existe un vacío de poder de 5 meses, porque los que están poco hacen y se preparan para irse y los electos no pueden asumir el mando.

Podría decirse que es un periodo de desconcierto social y parálisis gubernamental que se pretendió superar en el proceso del 2000 con la creación de una especie de mesa de transición en donde se asignaron sueldos onerosos a los receptores al margen de la legalidad si se considera que estaban fuera de la Ley del Presupuesto de Egresos.

Sin embargo, en este proceso electoral emerge un elemento estratégico: La sociedad civil está conciente de que el triunfador en las elecciones de ayer, difícilmente podría alcanzar la mitad más uno del padrón electoral estimado primero, en 77 millones y después, en 71.5 millones de electores, que sería el equivalente a 35.775 millones de contribuyentes.

En el pasado, incluso en el 2000, se aceptó el espejismo de proclamar ese 50% con base en los votos emitidos y desde la década de los 70, además de los legisladores (60 en el senado y 300 diputados federales), se le reconocía la votación favorable en los escaños plurinomilaes, (68 en el senado y 200 en diputados).

Se demostró que la solución salomónica es insuficiente, tanto jurídica como moralmente, ya que el señor Vicente Fox obtuvo cerca de 16 millones de los aproximadamente 60 millones  registrados en el padrón electoral, lo que implica que sus fallidas promesas del cambio contaban con apenas 25% de mexicanos que dieron su respaldo real.

Podría ser menor el porcentaje si se descuentan los sufragios a favor de su aliado el Partido Verde Ecologista que marcó la sana distancia del foxismo, lo que reduce la aparente legalidad para impulsar, en el supuesto que lo hubiese hecho, programas de gobierno que afectarían a toda la población.

Una debilidad real que le impidió ejecutar las indicaciones de febrero de 2001 del Banco Mundial, sobre supuestas reformas estructurales que ponderaban los beneficios a las grandes corporaciones transnacionales y la minoría mexicana de sus asociados, olvidándose de los electores que le ungieron como mandatario y favoreciendo a sus patrocinadores.

La experiencia exige, entonces, que el triunfador de las elecciones del 2 de julio de 2006, lejos de asumir un mesianismo irreal reconozca la fragilidad de su gestión al no representar el 50% más uno de los 71.5 millones de votantes en que ajustó finalmente el IFE el padrón electoral y lejos del espejismo de una segunda ronda, busque una verdadera solución.

Dicho de otra forma: El ganador de las elecciones lo hizo por un partido, es decir, una fracción política y social que respaldó, por lo menos en teoría, una plataforma de gobierno y al asumir el poder, deberá gobernar para los electores que respaldaron otras propuestas e incluso, para los abstencionistas que reflejan el desencanto de la conducción del país.

Entonces, si en la contienda electoral se confrontaron los proyectos, para un estadista en el ejercicio del poder serían complementarios y por lo mismo, la inclusión democrática de los mejores hombres y mujeres de los demás partidos y de la sociedad civil, es requisito urgente para integrar un verdadero proyecto de nación en donde todos somos parte.

Ya padecimos el protagonismo autocrático que renegó de la historia y en su entreguismo lacayuno al nuevo imperio, protegió la corrupción interna y la especulación extranjera, generando menos de 600 mil empleos en toda la administración. Un fracaso que se intentó ocultar con golpes publicitarios de último momento, sin efecto en la vida nacional.

Llegó la hora de que México tenga un estadista y no un Mesías. De lo contrario, se precipitaría al país a cumplir la Ley no escrita de despertar al México bronco.

À

 

 

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